domingo, 3 de mayo de 2009

Venecia sin ti

Todo estaba planeado para que nada saliera mal o al menos eso pense, pero fue justamente esa premisa la que logro convertir en caos, una soleada tarde de domingo. Lina dice que me admira; en realidad piensa que soy un sobreviente y su estrategia es tolerarme para demostrar que es madura a pesar de su edad. No digo que sea una niña, pero tiene ese aire juvenil que se advierte en el tono de sus palabras y se enciende en sus mejillas que aún se sonrojan cuando miente. Había ocupado la mañana pensando en un lugar significativo para dar un paseo y tomar el café. Después de mucho pensarlo, se me ocurrió llevarla al barrio donde nacieron mis padres y en el que pase, los primeros años de mi infancia. Cuando llegamos, el bullicio de las calles la sobresaltó pero a medida que nos adentrabamos en las humildes calles, donde aún sobreviven las casas que miles de obreros y desplazados construyeron en la década del 60, su rostro se transformó y supe qué a pesar de mi emoción y de las historias que había preparado para ella, estaba incomoda. Se distrajo comprando helados caseros en la casa de la hija de una hija de una amiga de mi madre -que ya murió- que le heredo los helados y los avejentados ladrillos de su familia, gris como esas calles; entro en la iglesia, comulgó y se tomo un par de fotos con las ancianas que venden romerías en los alrededores, fingió que escuchaba las historias milagrosas de las beatas que mantienen el templo abierto aunque sin vida. Finalmente, para no distraer más mis intenciones, le invite un café en la clásica panaderia del barrio. Pidio agua y en medio de un gesto que le afeaba el rostro, justo cuando la mesera me servía un café, dijo que odiaba el café de greca. Presa de mi enamoramiento, trato de expresarle el extraño sentimiento me invade, mientras le miro con ojos cursis. Los suyos, negros y saltones, se abren un poco más que de costumbre para afirmar entre divertida y sinica: "No haz cumplido cuarenta y ya estas nostalgiando la pobreza".